Se habla últimamente mucho de la libertad, de los derechos y de la expresión, así que voy a tomarme la libertad de hacer uso de mi derecho de libertad de opinión y expresión para expresar mi opinión sobre la libertad de expresión. ¡Hala pues!
Hay gente que piensa que libertad es hacer lo que te dé la gana, pero no es así exactamente. Ninguna libertad en una sociedad moderna es absoluta, siempre tiene –y así debe ser– límites, los cuales creemos normalmente tener muy claros cuando se trata de los demás, y algo menos cuando nos afecta a nosotros. Y eso que todo esto está regulado en la Constitución Española, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y en tantas otras convenciones y declaraciones de alcance internacional.
La libertad de expresión tiene como finalidad proteger la manifestación de pensamientos, ideas y opiniones por cualquier persona y a través de cualquier medio de expresión sin sufrir intromisión alguna. Pero esta libertad de opinar debe enmarcarse dentro del respeto a los derechos de los demás, como pueden ser el derecho al honor, la intimidad y la integridad de las personas, la protección de la seguridad nacional, el orden público, la salud o la moral públicas y la prohibición de toda propaganda a favor de la guerra, toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o a cualquier otra acción ilegal.
Yo desde luego no soy nada partidario de insultar, y el que no lo entienda es un idiota… Se puede rebatir una opinión o mostrar disconformidad con educación y sin recurrir al insulto, con el que además podríamos estar vulnerando el derecho a la dignidad y el honor de los demás. Cuando se es un personaje público los límites de la crítica aceptable se amplían y así lo han entendido los jueces en numerosas ocasiones, pero el resto de los mortales no tenemos en principio por qué aguantar que nadie nos insulte o se burle de nosotros.
Sin embargo, la ofensa en sí no debería ser el límite a nuestra libertad de expresión, pues entonces no podríamos abrir la boca, ya que absolutamente todo comentario, independientemente de su temática y del lenguaje empleado, es susceptible de ofender a alguien (y más en estos tiempos de corrección política extrema, como extrema es su incoherente aplicación). De hecho, seguramente a estas alturas ya alguien se habrá ofendido con algo de lo que he dicho. No hay más que ver las encendidas reacciones de anónimos usuarios de Facebook a comentarios de otros usuarios igual de anónimos. También Twitter es un hervidero de hormonas de piel muy fina.
La libertad de expresión, por tanto, viene delimitada básicamente por la legalidad. Si con la aplicación de nuestro derecho transgredimos algún otro ajeno o directamente la ley, habremos sobrepasado el límite y estaremos expuestos a sanciones más o menos severas. Lo mismo que todos tenemos derecho a la movilidad, pero si lo hacemos a doscientos por hora y nos pillan nos tocará apoquinar.
No siempre es fácil identificar la delgada línea roja entre lo ilegal y lo simplemente ofensivo, y si no que se lo digan a Willy Toledo, que es más conocido por las declaraciones que vomita que por su verdadera profesión de actor. A mí él no me resulta en absoluto simpático –todo lo contrario– y no puedo entender por qué cree que a los demás nos puede llegar a interesar en qué o quiénes defeca o le gustaría hacerlo, pero sí creo firmemente que tiene todo el derecho del mundo a decirlo, como los demás lo tenemos también de escucharle o no, de opinar sobre él y sus palabras y expresar nuestro asco y estupor –o admiración aquel que la sienta–.
Podemos dudar de su ética y moral, pero eso no le convierte en un criminal –de por sí la ética y la moral escasean bastante– y siempre que él sea capaz de asumir las consecuencias de sus palabras con la misma naturalidad con que las suelta, y entender que los demás también podemos criticarle, dejar de asistir a sus obras de teatro o de ver sus series de televisión, incluso intentar declararle persona non-grata como ha hecho algún municipio de nuestro país, entonces yo particularmente no tengo nada que objetar. En todo caso no deja de ser un ejemplo de troll que se retroalimenta con nuestras reacciones y respuestas airadas que en realidad le ayudan, sin quererlo, a visibilizar su mensaje.
Podemos aplaudirlas o ignorarlas, pero las opiniones no tienen por qué ser amables, ni políticamente correctas, ni de buen gusto… aunque sí deben respetar la ley y los derechos de los demás. Por eso estoy seguro de que en España nadie va a la cárcel por cantar –por muy mal que lo haga–, ni por el mero hecho de manifestarse o por expresar una simple opinión. La diferencia estriba en el contenido de lo que se canta, defiende u opina, pues por muy artistas que se crean algunos eso no les da derecho a injuriar, calumniar, hacer apología del terrorismo o incitar al odio y a la violencia.
El enaltecimiento del terrorismo es un delito en España y, además de una tremenda irresponsabilidad, es de indudable mal gusto en un país que ha sido tan duramente golpeado por el mismo. No se puede incitar al odio y desear la muerte de alguien con nombre y apellidos escudándose en la libertad de expresión y esperar encima que le riamos la gracia, sobre todo cuando se tiene una cierta trascendencia social y para colmo un público eminentemente juvenil. Los que pretenden demostrar la supuesta injusticia cometida sin más argumentos que quemar contenedores, desvalijar tiendas y agredir a la policía, nos demuestran que la incitación a la violencia no sólo existió sino que funcionó y que es muy peligroso hacer un mal uso de un gran derecho, aunque sea rapeando…
No hay que hacer ciencia de la violencia,
no tienen sentido las patadas
ni las tiendas saqueadas,
crees que dan potencia
a tu reivindicación,
pero eso, bro, no es libertad de expresión.
No es cuestión de flow,
ni de ver quemar ciudades
a los que hablan de tus bondades,
ahora debes pagar por tu show.
enaltecimiento del terrorismo, flow, libertad de expresión, libertad de opinión, mostrar una opinión, rapear, respetar los derechos de los demás, Willy Toledo
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