El sur de Tenerife es un buen sitio para desabrigar la Navidad. Cada año por estas fechas, miles de turistas llegan a la isla con sus vacaciones a cuestas y, sin perder ni un segundo de su valioso tiempo, en cuanto llegan al hotel y deshacen las maletas, agarran en volandas sus días de descanso y los llevan directamente a la playa para desentumecerlos bajo el sol.
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Frente al mar. Frente al mar y sentados en una terraza algo elevada de un restaurante. Pero cuando digo frente al mar, no es que viéramos el mar a lo lejos. Me refiero a que el mar llegaba hasta los cimientos de la terraza, junto a los que había un pequeño espacio de arena donde los bañistas descansaban entre chapuzón y chapuzón. Así que, tal vez, además de frente al mar sería conveniente decir que estábamos casi, casi, encima de él.
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«Hay que cobrar tasas a los turistas por visitar los parques nacionales». Me encontré esta frase la semana pasada, mientras buscaba algo que desayunar. La frase estaba encima de la mesa, tan tranquila, como esperando sin mucho convencimiento una reacción por mi parte. Hay que cobrar tasas a los turistas por visitar los parques nacionales. Al principio no sabía qué hacer. Es decir, no sabía si congelarla para la cena o comérmela en ese mismo instante. Finalmente opté por zampármela allí mismo, de pie en la cocina y a palo seco.
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Delante, el volcán del Teide, algo nevado todavía, y el mar. También parte de la costa tinerfeña, preciosa, envidiable desde lejos. Pero detrás… detrás mandan las paredes desconchadas, los edificios ruinosos, las alambradas, las piscinas vacías y descuidadas, los fríos y mal iluminados túneles que descorazonan y te invitan a salir de ahí corriendo.
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Cuando Peter se enteró de que me había venido a vivir a Tenerife por trabajo, me escribió una larga carta. Peter y yo nos conocimos en Irlanda en 1995. Era mi vecino y vivía justo en frente de mi casa, al otro lado de la calle Elm Park (Tramore). No pasamos muchos ratos juntos, pero las pocas veces que conversamos nos bastaron para saber que nos caíamos muy bien. Para mí fue una sorpresa recibir esa carta un año después de mi marcha, ya que teníamos vidas muy diferentes y, la verdad, nunca imaginé que volvería a saber de él.
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Empecé mis días en Tenerife sin comprender bien Puerto de la Cruz. La ciudad me bajaba la tensión y su empeño de vieja me empujaba hacia una melancolía inaguantable. Los antiguos edificios de paredes decadentes y la canosa población turística me caían encima cada vez que pasaba por ahí, y se confabulaban con ese cielo plomizo omnipresente que entristecía mis paseos. Solo me faltaba escuchar a Benito Lertxundi para echarme a llorar. En definitiva, Puerto de la Cruz era para mí la ciudad sin horizonte. «Hasta aquí hemos llegado Sol, más allá no hay nada, ni siquiera esperanza», me decía.
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Desde el Teide presiento Canarias y pienso en cosas que aún no he hecho aquí. Cosas que me gustaría hacer antes de que pase un año más. Cosas de turista pero sin turistas alrededor, que para ser sincera esa es la mejor manera que se me ocurre de hacer turismo. Y así, desde el Teide, empiezo a perfilar un borrador de abordaje sin contemplaciones. Ya sabéis, en plan pase lo que pase y caiga quien caiga, por mi vida y por mi madre.
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Todo turista que repite destino guarda en su maleta una parada obligatoria. Una que, lejos de suponer un peso extra, aligera tanto el equipaje que se diría que está completamente vacío. Una parada que, con los años, acaba convirtiéndose en ritual. Y no me refiero a cosas como subir a la Torre Eiffel cada vez que uno se deja caer por París. Me refiero más bien a algo con lo que un día tropezamos por no andar atentos al camino y, así, sin más, acaba siendo nuestro tropiezo favorito en las vacaciones. En mi caso, puedo decir que una de las paradas obligatorias que meto en mi maleta cada septiembre es un desayuno en el área de servicio de Imarcoain.
El ascensor del hotel Madison de Saint Jean de Luz quita las ganas de vivir, espolea la agonía y comprime corazón y pulmones. Pero también el ascensor del hotel Madison puede encender pasiones, congelar el tiempo y borrar el mundo para dejar solo tus labios. Así es este elevador. Minúsculo, ceñido hasta quitar la respiración, rácano, casi un ataúd o una cama individual. Particularmente a mí, que en esto de los pequeños espacios cerrados soy más bien tirando a histérica que a enamorada, ese ascensor me produce pánico. Agarrota mi alegría y acorta mis esperanzas. Sin embargo, preferiría subir y bajar en él mil veces al día antes que pasar una noche en un hotel mastodóntico de todo incluido, pulsera en la muñeca, enormes bufés, suelos de mármol, falsas columnas griegas, karaokes a medianoche y conciertos de todo a cien.
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El primer café que pedí en Tenerife tuve que hacerlo en inglés. En inglés y con las medias puestas a pesar del calor. Definitivamente, pensé, hay inviernos e inviernos. Por ejemplo, el invierno que hacía apenas una hora había dejado ese día en Bilbao era de abrigo y leotardos. Un invierno de cafeterías, museos, galerías y seminarios. Uno muy querido y navideño. Y luego estaba el de Los Gigantes, al sur de Tenerife, con el que no contaba en absoluto. Se trataba de un invierno tendido al sol, enamorado del cielo y envuelto en sal. Un invierno inesperado, pero con el que me tocaba convivir.
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