Todo turista que repite destino guarda en su maleta una parada obligatoria. Una que, lejos de suponer un peso extra, aligera tanto el equipaje que se diría que está completamente vacío. Una parada que, con los años, acaba convirtiéndose en ritual. Y no me refiero a cosas como subir a la Torre Eiffel cada vez que uno se deja caer por París. Me refiero más bien a algo con lo que un día tropezamos por no andar atentos al camino y, así, sin más, acaba siendo nuestro tropiezo favorito en las vacaciones. En mi caso, puedo decir que una de las paradas obligatorias que meto en mi maleta cada septiembre es un desayuno en el área de servicio de Imarcoain.
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