Hotel-Madison-Saint-Jean-de-Luz

Cuaderno de viajes

Nunca antes tanto dio tan poco

26 Ago , 2013  

El ascensor del hotel Madison de Saint Jean de Luz quita las ganas de vivir, espolea la agonía y comprime corazón y pulmones. Pero también el ascensor del hotel Madison puede encender pasiones, congelar el tiempo y borrar el mundo para dejar solo tus labios. Así es este elevador. Minúsculo, ceñido hasta quitar la respiración, rácano, casi un ataúd o una cama individual. Particularmente a mí, que en esto de los pequeños espacios cerrados soy más bien tirando a histérica que a enamorada, ese ascensor me produce pánico. Agarrota mi alegría y acorta mis esperanzas. Sin embargo, preferiría subir y bajar en él mil veces al día antes que pasar una noche en un hotel mastodóntico de todo incluido, pulsera en la muñeca, enormes bufés, suelos de mármol, falsas columnas griegas, karaokes a medianoche y conciertos de todo a cien.

Descubrí mi pasión por los hoteles de corto recorrido hace muchos años, el primer día que me senté en el comedor del Madison, junto a los ventanales que dan a la calle, y pedí un cruasán con mantequilla y un café con leche. Fuera llovía a cántaros y a los franceses les costaba mantener derechos sus paraguas. Por aquel entonces, Saint Jean de Luz era parada obligada cada año desde que yo y mi pareja descubrimos una papelería donde vendían libretas Moleskine, en el pasado muy difíciles de encontrar. Así que todos los septiembre hacíamos acopio de varios de esos cuadernillos de tapa dura y luego nos registrábamos en el hotel, cruzábamos los dedos en el ascensor y disfrutábamos de una noche a la francesa hasta la hora de bajar a desayunar. Y ahí está la clave de mi amor por los hoteles de tamaño medio a pequeño: en los desayunos. En ese momento de entrar al comedor, ver luz natural entrando por los cristales, comprobar que hay periódicos a mano, que el café está recién hecho, que alguien te pregunta qué vas a tomar y que los comensales de al lado parecen llevar un mundo entero dentro.

Y justo así son los desayunos en el Madison. O al menos lo eran, que llevo tiempo sin ir. Definitivamente, aquel sitio me direccionó hacia un tipo de hoteles que nada tienen que ver con las enormes moles temáticas que crecen en ciertos lugares del planeta. Porque hay hoteles que nacen con vocación de obnubilar. Sus muros engatusan a base de tamaño y piscinas, la calidad se mide en kilómetros y toallas, y entre sus dientes brilla el aliento de la libertad atrapada en el reflejo de un espejo. Afiliados a la moda del ensueño, estos complejos turísticos imponen suntuosos estilos y algunos hasta recrean paisajes y culturas. De esta forma, tan pronto estás en una selva africana, como en el antiguo Egipto o en medio de la Roma clásica. En mi caso, por estar, estuve en el subsuelo de uno de estos gigantes, en medio de un bufé con miles de olores, sabores y colores, haciendo cola para hacerme tostadas y calentarme el café, haciendo cola para servirme el zumo, haciendo cola para llegar al pan.

Al final, la elección de los hoteles dice mucho del turista que escondes bajo la piel. Personalmente, cuando yo mudé la mía, supe al instante que el viajero que llevaba dentro tenía que sentirse como en casa un domingo por la mañana. Y eso, indiscutiblemente, pasa por un desayuno sin prisas, el tacto de un diario entre los dedos, el «buenos días» del huésped de al lado, y el «aquí tiene su café» del camarero. En cuanto a los otros hoteles, los gigantes, solo puedo decir que nunca antes tanto me dieron tan poco.

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Sol Rincón Borobia (@RinconBorobia) es periodista y diplomada en Turismo.

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