Las sonrisas no devueltas se pierden para siempre, como fumarolas que se deshacen en el aire y desaparecen sin dejar una huella que las honre. Créanme que aunque no hay estadísticas al respecto, se malgastan muchas sonrisas así; se sacrifican multitud de agradables muecas lanzadas en son de paz que, desgraciadamente, chocan contra muros de amargura y se desintegran sin posibilidad de defenderse. Por ejemplo, la última sonrisa que yo sacrifiqué la dejé morir en el bar del Parador del Teide. Se me derramó de la cara en dirección a la persona que atendía el negocio, pero se encontró con un rostro hermético contra la que se aplastó sin remedio.
Llegamos al bar a media tarde, acompañados de la dulce estela del paisaje y de las magníficas sensaciones volcánicas que mi mente apenas puede digerir. Llegamos entusiasmados por la esperanza de encontrar un puerto amigo, un cálido refugio, un lugar ajeno al mundo, más mágico que real, pero no hallamos sino frío, silencio, plástico, y el vaso de zumo de naranja a 4,40 euros. Desde el otro lado de la barra, el recibimiento desentonaba con la belleza del volcán y hacía que la ilusión de descansar frente al cráter y a la catedral se convirtiera en baba de hiel.
Los turistas que había por allí, agolpados en torno a la barra, aguantaban turno algo despistados por no saber quién era el último o cómo narices se hacía la fila en aquel lugar. Todos ansiaban cervezas y café, por lo que no necesitaban caminar por el redil del autoservicio que pone orden a la hora de la comida. No obstante, y aunque aquel nudo tardó lo suyo en deshacerse, con el paso del tiempo y la paciencia pudimos al fin pedir la consumición: para mí una caña bien fría y unas aceitunas para acompañar, y para mi acompañante, descartado el carísimo zumo de naranja, un vaso de leche con Cola Cao. Sin embargo, ni aceitunas ni Cola Cao. Al parecer, esas cosas no se sirven en el bar del Parador del Teide.
Algo frustrados y sobreponiéndonos a nuestros antojos, nos sentamos en el interior del bar, junto a los ventanales. Hubiéramos preferido estar afuera, pero las mesas estaban llenas. Así que nos quedamos dentro, observando el paisaje desde la pecera y entreteniéndonos imaginando un bar más atractivo. Uno que no solo satisfaciera al turista, sino que lo pusiera en un lugar destacado de sus mejores recuerdos y lo inmortalizara en su álbum de fotos. Y se nos ocurrieron varias cosas. Para empezar, tiramos el mobiliario de plástico y pusimos otro más acorde con el espíritu montañero, uno con olor a leña y café recién hecho.
También remodelamos los ventanales, dándole más espacio al cristal y colocando frente a ellos unas mesas más bajas que las del comedor, con cómodos asientos desde donde admirar el paisaje. El silencio fue igualmente arrojado a la basura y preferimos ambientar el lugar con música chill out y algunos farolillos de sobremesa. Por supuesto, ampliamos el horario y mejoramos el menú. De hecho, hasta inventamos una deliciosa sopa casera que bautizamos ‘La eterna estrella’, servida en tazas de colores.
Se nos fue tanto la imaginación, que cuando volvimos en sí todo nos pareció peor de lo que recordábamos: los alimentos del autoservicio parecían tristes estornudos de invierno; en la puerta, un carro lleno de platos y vasos sucios recibía a los turistas a modo de preámbulo de la novela; los precios de ciertos productos amenazaban con engullir carteras sin piedad; y la calidez que debería envolver ese sitio había sido usurpada por la desidia del que no tiene que vérselas con la competencia. Y así, con un mal sabor de boca metiéndosenos en las encías, nos largamos de allí al cabo de una hora, pensando que el Teide y el turismo que genera se merecen algo mejor. Innovación, la menos. Un bar en continua recuperación, como mínimo.
Terraza de la cafetería del Parador del Teide. Foto: Fran Pallero
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