Llegué a Tenerife con vocación de aventura, de a verlas venir, de cuasi turista sin un destino claro, de visitante con ganas de descubrir la Isla a ratos, sin presionarla mucho ni ponerle listones más altos que yo. Llegué, para concretar algo más, con la intención de relacionarme con la gente y los lugares, pero más o menos como quien ve llover y pasea bajo el temporal con las manos en los bolsillos, a ver qué se encuentra por ahí.
Fue así como empecé a recorrer el Sur y el Norte, a perderme en el camino cincuenta veces al día, a llegar a lugares que ya no sabría encontrar, a conocer gente que me enseñó mil y una cosas en mil y un acentos diferentes. Andaba por ahí a golpe de suerte, sin que nadie me importunara ni me hiciera arrepentirme de mi trayectoria. Hubo incluso amigos que se sumaron a mi deambular, aunque fuera momentáneamente, amenizándome los recorridos.
Pararme en un escaparate de la capital tinerfeña, intentar comprender el Drago de Icod de los Vinos, poner atención a las historias que me contaba el vigilante de un hotel, entrar a comer en cualquier restaurante que me atrajera o aprender a pedir un barraquito. Cualquiera de estas cosas las hacía a mi ritmo, con cierta cadencia ya aprendida, sin necesidad de dar explicaciones o de pedirlas.
Ahora, con el paso del tiempo y con la vocación de turista algo desgastada, vuelvo a ciertos lugares que descubrí hace años y compruebo que hoy ya no podría recorrerlos en paz, caminando despacio, casi en pausa, entreteniéndome a mi modo. Ahora, en muchos de ellos tendría que sortear el reparto sin tregua de propaganda de los restaurantes. Decenas de hombres y mujeres sonrientes que saldrían a mi paso para rogarme que entrara a comer o a cenar. De hecho, ya lo hacen sin ser turista.
Y es que en ciertos sitios repletos de restaurantes no hay manera de dar dos pasos sin que algún empleado salga con el menú en la mano para convencerte de que lo pruebes. Antes solía coger todos los que se me ofrecían tan amablemente, hasta que me di cuenta de que a los pocos metros los tiraba a la primera papelera que encontraba. Antes también solía parar y atender las explicaciones de los trabajadores capta-clientes, hasta que me percaté de que perdía mi tiempo y el de ellos.
Así, casi imperceptiblemente, algunos rincones de Tenerife ya no me dejan deambular con tranquilidad, caminar despistada de todo y de todos. Se han convertido en un continuo acecho, en una alerta cansina que no admite descanso, siempre con la mano preparada para decir una y mil veces: No, gracias, no me interesa.
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