Se habla mucho de la obsesión que tenemos en estos tiempos por dejar constancia visual –ya sea fotográfica o en video– de todo lo que hacemos, especialmente si se trata de algo que interpretamos como guay, para así poder compartirlo en redes sociales con el resto de la Humanidad –al menos esto ha servido para extinguir la antigua tortura de la sesión de fotos de las vacaciones de los amigos en el salón de su casa–. Hay situaciones y lugares que pueden permitir la perpetuación de un momento sin por ello sacrificar su disfrute, pero en general el hecho de inmortalizarlo supone limitar su goce, lo cual a priori suena bastante absurdo. Es lo que pasa cuando el objetivo principal no es conocer un lugar o disfrutar de un evento, sino poder alardear de haber estado allí –el disfrute para algunos radica precisamente en poder dar envidia, de lo contrario ni se hubieran planteado ir–.
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