Yo soy de los que piensan que las cosas valen lo que la gente esté dispuesta a pagar y en realidad me parece perfecto que alguien pida por una botella de vino 1.2000 euracos o por un coche deportivo de alta gama 120 millones. Estoy segurísimo de que no lo valen; en todos los ámbitos hay una cantidad a partir de la cual un precio deja de ser razonable, pero en realidad lo obsceno no es pedir esa barbaridad, sino que haya gente que lo pague. Hay quien se queja de lo mucho que ganan los futbolistas por darle patadas a una pelota ‒que tampoco hay que quitarle mérito, pues el punto no es el qué, sino el cómo‒, mientras que trabajos mucho más sacrificados e importantes para nuestra sociedad están mucho peor remunerados. Pero de eso no tienen la culpa Ronaldo ni Messi, sino todos nosotros. Es una cuestión de lógica que ganen en función del dinero que mueven y hacen ganar a otros, al igual que las estrellas de Hollywood o los políticos ‒ah, no, esos mueven mucho pero solo ganan ellos‒. El futbolista gana millones porque su equipo está dispuesto a dárselos, pues espera rentabilizarlos y ganar mucho más gracias a él, ya que muchos de nosotros ‒bueno, yo no‒ vamos al fútbol en masa, pagamos por verlo en la TV y hacemos que se generen ingentes ingresos en publicidad.

Por eso, independientemente de que me parezca poco razonable, no me parece mal que un influencer pida comida o alojamiento gratis por dar “me gusta”, publicar stories y promocionar nuestro hotel/restaurante/producto, pues mientras haya quien acepte ese intercambio comercial ellos, con toda lógica, seguirán haciéndolo. Lo más increíble es que haya gente con la que funciona ese tipo de publicidad, que de verdad compraría tal cosa o viajaría a tal lugar porque se lo recomienda una persona desconocida que hace fotos chulas y es un crack en el uso de los filtros. Pero bueno, no sé de qué me sorprendo, si el concepto es el mismo de la típica famosa que salía por la tele diciendo que Tolón lava más blanco ‒aunque no tenía pinta de haber puesto una lavadora en su vida y para colmo alardeaba de su polvo activo‒, o los súper deportistas de los que nos teníamos que creer que se la pasan comiendo natillas. Efectivamente, todos ellos eran utilizados como influencers, aunque en aquella época no se denominaban así, sino que simplemente se aprovechaba la combinación de un famoso ‒admirado y por tanto poseedor de toda la verdad‒ con un anuncio en la tele ‒recuerden que todo lo que salía en ella implicaba automáticamente calidad y veracidad en el subconsciente colectivo, incluso a día de hoy sigue siendo así‒.

Una cosa que me llama enormemente la atención no es tanto que se considere a determinadas personas influencers, sino que sea ése el nombre establecido para su profesión o actividad. Me parece extremadamente pretencioso y denota un narcisismo apabullante por parte de quien así se autodenomina, y un desprecio absoluto hacia sus seguidores, al dar por sentado que tienen nula personalidad y que son presas seguras de sus hipnóticos encantos. Lo peor de todo es que quizá algo de eso sea cierto y de verdad hay más cantidad de gente de la que uno piensa que compra y hace cosas porque se lo dice una tal Perseida o Manu Aldeuso. Si ya a veces nos equivocamos al hacer caso de la recomendación de un familiar o amigo, como para ahora creernos a pies juntillas lo que nos diga un total desconocido, cuyo único mérito probablemente sea el tener una gran destreza ‒y de todo hay‒ en el uso de las redes sociales. Con lo bonito que es cuando una persona, conocida o no, escribe una opinión de nuestro hotel en Tripadvisor o Google, o publica su experiencia en Facebook o un fotón en Instagram por el mero gusto de hacerlo ‒bueno, a veces con cierto afán de revancha‒ o por aportar de verdad su granito de arena para “iluminar” a otros en sus planes de vacaciones y que puedan decidir si somos la opción adecuada para ellos. Hay hoteleros –y hosteleros– que se enfadan mucho con este tipo de propuestas, pues a priori es bastante insultante que pretendan comer o alojarse por el morro a cambio de algo que realmente no se considera normalmente un trabajo de verdad ‒aunque insisto que todo siempre tiene su mérito‒.

Es verdad, pueden parecer un poco jetas, pero cuando a mi me llegan este tipo de peticiones de influencers y famosetes varios ‒por algún extraño motivo normalmente vinculados a Tele5‒, que además siempre te comentan lo bonito que les parece el hotel y lo bien que podría encajar en sus planes y te hacen ver la suerte que tenemos de que todavía les quede un hueco en su apretada agenda durante su visita a Tenerife, yo no me hago mala sangre y siempre aplico lo de “ante el vicio de pedir, la virtud de no dar”. Les explico tranquilamente que, aun respetando su trabajo, nosotros no creemos en ese tipo de intercambios ‒ellos lo llaman “colaboraciones”, que queda más profesional‒ y preferimos los comentarios honestos basados en experiencias reales de clientes auténticos que han pagado el precio correspondiente, pues de hecho es éste (el precio) un elemento que cuenta, y mucho, a la hora de que un cliente valore más o menos positivamente la experiencia global. Y en general, ya que se mostraban tan entusiasmados en un principio, les ofrezco un descuento para que, por favor, no se vayan a quedar sin la oportunidad de alojarse con nosotros y vivir tan ansiada experiencia, que no me quiero quedar yo con ese remordimiento. Y hasta ahora ninguno se ha quedado; el que se digna a responder dice que gracias, que quizá para la próxima. Pero bueno, es como los clientes que empiezan a regatear precios o te piden upgrade porque les han operado la rodilla: por pedir que no quede, el no ya lo tienen. Y normalmente, el no es lo que reciben.

Pues nada, aprovecho que ya es viernes para desearles un feliz fin de semana. Y no se olviden de comprar el ¡Hola!, que esta semana sale un especial de la Esteban, que se ha quedado unos días en nuestro hotel y dice que le encanta y lo recomienda muchísimo. Mira qué maja.

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Fernando Josa Marín es director de hotel

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