Hay quien refiere estos tiempos como los propios para ensoñarse, envolverse en los placeres que el viaje promete, volver a imaginar el pasado neorromántico, el de las buenas gentes que admiraban al salvaje, por supuesto de lejos, y además obtenían prestigio por hacerlo.
Cada vez son más las personas que implican su tiempo y dinero –incluso deuda si tienen privilegios– para realizar si no el viaje de su vida, al menos el viaje que pueden permitirse. El edén de Las Afortunadas, históricamente presente y casi universal, antaño soñado y contado como vergel, adaptante y adaptable según los rigores y rubores del sistema y sus demandas, se encuentra hoy con una ocupación más que aceptable, repleto de hamacas al sol de invierno, de gentes que ven cómo actores y cámaras fotográficas demuestran y recuerdan el paso por aquí inmortalizado en la instantánea, con suerte compartida en las redes sociales virtuales.
Nunca se había movido la humanidad como lo hace con la actividad turística, y ni en la mejor literatura romántica se soñó con la enorme variedad de ensoñaciones, de estereotipos más o menos filtrados que hicieran de nosotros parte del paraíso particular, casi uno por cada turista y por cada uno de los que desearían ser turistas en Canarias. Los estudios de caso parecen indicar que el resultado es una imagen que se infiltra en la cultura occidental, que se asume como cotidiana y nos mueve, a ellos y a nosotros, a convertirnos en pasajeros, en huéspedes temporales del destino, cada uno agrupado según expectativas, motivaciones, esperanzas y deseos de experimentar nuestro paraíso particular.
Esa imagen haría pensar en hordas invasoras, destrucción medioambiental y degradación cultural. Catástrofes que reniegan del futuro. Antes bien se pueden describir casos de revitalización, de surgimientos de identidad colectiva, de recuperación de tradiciones, de gestión con compromisos y adaptaciones, de reconocimiento de límites al crecimiento para dejar cabida a otros, en fin, de responsabilidades individuales y de aquellos que en sus manos, que deben ser reflejo colectivo de las nuestras, tienen la capacidad de decidir.
En este sentido, lejos del buen salvaje sometido a los dominios del Imperio, los ciudadanos y usuarios del sistema turístico, sus agentes o actores directos, deben ser tomados como parte activa en la construcción de la experiencia turística, de las emociones y recuerdos que representarán, a modo de simulacros atemporales, la estancia en nuestro destino y microdestinos insulares. Los gestores, la población y los consumidores del producto turístico serán entonces cómplices en el consumo de la autenticidad, acreditados con el incremento de su rol activo en la creación de significados y arquitectos de la hibridación. Consenso y gobernanza en pro de la responsabilidad y la sostenibilidad.
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