Normalmente, siempre caracterizo la formación en el sector de la restauración hostelera, más concretamente en servicios, con la perfección mimada y cualitativa de la técnica como la clave para la elaboración de un cóctel, de un plato a la vista del cliente, para el servicio de cualquier tipo de vino, la organización de un banquete empresarial y un largo etcétera.
Hace poco me di de frente con la relevancia que tiene la calidad del servicio como trato propiamente dicho, es decir, ese cariño hacia el comensal del que no se puede aprender en una clase de creaciones vanguardistas, sino que nace en lo más profundo de un amor casi genético hacia la profesión.
Esto llegó cuando en una conversación coloquial con un abogado especialista en la rama del derecho penal a punto de jubilarse y cansado, quizá, del exceso de formalidad cotidiana de una profesión como esa, me comentaba que cada vez demanda con más ilusión un trato empático, sereno y cordial, desechando reverencias o brusquedades de los profesionales del servicio, tanto en una cafetería, en bar o en un restaurante. Además, no le interesaban más almuerzos o cenas de gran lujo por la frialdad que estas le generaban, pero sí añoraba la comunicación del camarero o camarera con el cliente, algo realmente importante para realzar el turismo extranjero, así como de vecinos asiduos a cualquier establecimiento.
Esa conversación se me quedó rondando en la cabeza durante días y días, hasta que fui a cenar a avanzadas horas de la noche a ‘El Empedrado’, en Tacoronte. Éramos cuatro personas y dos de ellas, peninsulares, estaban de vacaciones en la isla.
Si pudiera expresar con palabras el recibimiento, acogida, servicio y despedida de los trabajadores de sala y cocina, aun siendo más de las doce de la noche, y nosotros como únicos clientes del local, sería una expansión de agradecimientos incalculables que ni siquiera el papel podría sostener.
Por eso, cuando las cosas se hacen bien me gusta decirlo. Desde aquí, hoy, mis más sinceras gracias a todo el personal de este restaurante, no sólo por la sensación tan agradable que nos dejaron a todos, por la profesionalidad demostrada y, lo más importante, por hacerme entender que no solo es necesario enseñar técnica, sino mimos altruistas a la propia profesión.
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