Madrid, como siempre, se deja querer en casi todo. No en el aparcamiento, claro está. Después de poquito más de 200 kilómetros, desde Ciudad Real, y liberarme del coche –eso sí, a 20 manzanas del destino– llegué por fin a Lope de Vega 9, en el barrio de las Letras.
Ritmo y melodías en directo avanzaban desde el portón que había fiesta por el Día de Canarias y en el pedazo tinerfeño y canario que es el restaurante de Aída González y Safe Cruz. El espacio gastronómico Gofio, hasta la bandera, y el ajetreo del chef y su equipo, además del jefe de cocina invitado, Benito Álvarez, no daba ocasión para saludos “oficiales” y sí a los gestos amigos de complicidad.
Me situé en un hueco estratégico, junto a las tuneras y el pinzón del Teide pintados en la pared, entre una mesa colmada de comensales y la zona de pase de platos en la que trabajaban ambos cocineros con precisión de relojeros. No en balde, se sincronizaban para ir a ritmo con 12 creaciones culinarias –algunos, que no se daban cuenta, exigían prisas–.
¡Cuánto agradecí la gran copa de cerveza helada que me llevó Alberto Martín! Así se lo expresé al sumiller cambiando mi condición de náufrago deshidratado con el primer trago largo. Los dos grandes hombres se afanaban con las secuencias de los snacks: tosta de salpicón de cherne salado, mojo de aguacate y caviar, hojaldre de morcilla dulce, piñones y confitura de tomate, crema de bubango, panceta pura de bellota y almogrote, la trucha de conejo en salmorejo…
Con el segundo trago conecté con la realidad. ¡Avanti tutta! Atisbé en una de las mesas y saludé a Yanet Acosta, periodista, docente, gastrónoma y escritora tinerfeña. Había asistido unos días antes al Salón Gastrocanarias y, en su patria chica, Garachico, tuvo la ocasión de presentar su segunda novela de género negro gastronómico Matar al padre.
Qué formidable la crema de bubango; qué punto acidulado y la combinación con la panceta acaramelada –“ahí ha estado haciéndose tres días, sin vacíos ni pendejadas”, me remarcó el chef titular–. Compartí mesa con Ángel Mata, asesor gastronómico y propietario de restaurantes, uno de ellos de concepto mexicano. Se deshacía en alabanzas el experto, haciendo las consiguientes disecciones de fondos, cocciones, texturas y aderezos.
Fue explícitamente expresivo con el dim sum de potas estofadas en su salsa, papada y hierbas –uuuuuhhhhmmmm–. Yo ya conocía este plato y aún me deleitaba con el bocado “de dedos” de la morcilla dulce, finísimo, mientras Ángel elogiaba el guiso de fondo clarificado perfecto, prodigio de potencia marina y con el recurso de técnica oriental formidable en textura.
Después, despliegue para enmarcar: vieja colorada, papa negra y mojo –finura y esencias-; papas, costillas y piña ‘Gastrotimple Style’ –sabores, predecesores y por siempre–; ravioli de cabrito, su jugo y trufa ¡navajas! Convinimos en la mesa que, aunque mar-montaña, el marisco quizá no casara… tan bueno resultó que ya no hubo resquicio a dilemas…
Se apaciguaba el ritmo, se vaciaba Gofio, el vino palmero lacrimeaba en mi copa. Ahí seguía el equipo sin desmayo: Aída, Alberto, Ana, Toñi… La compota de manzana, bizcocho borracho y sidra Posma de Tenerife, además del eclaire de príncipe Alberto, sorbete de café y frutos secos fueron reflejo del matiz dulce que dejó a las claras que Gofio, que el equipo –y el chef invitado, por supuesto– están en plena forma y que trascienden el hecho de embajada culinaria en Madrid.
Luego completé los 200 kilómetros del retorno con la misma sensación de placidez de la primera vez que visité esta casa.
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