Estamos en plena nueva normalidad, pero yo sigo viendo mucha de la vieja subnormalidad. Y es que, pandemias aparte, la cosa no pinta demasiado bien.
Últimamente se ha puesto muy de moda culpar al turismo de todos los males de este país. Aparentemente, si permitimos que haya turismo y que una parte importante de nuestra población se beneficie de ello, ya no es posible hacer nada por el resto de la economía. Hay que elegir, o lo uno o lo otro. Porque claro, con todo el paro que tenemos en España ni se nos vaya a ocurrir intentar tener de todo y para beneficio de todos, y hacer que el turismo suponga menos del 13% del PIB a nivel nacional, no tanto porque decaiga, sino porque el resto de sectores, sobre todo los hoy apenas existentes, ganen peso. Pero algunos gurús −o gurucitos, dada la limitación de su influencia a pesar del orgullo en sus propias cualidades− parecen ver la solución en hundir en la miseria el turismo y por ende a todos los que de él vivimos. Gran visión de futuro la de alguna gente, que culpa al modelo económico actual pero no hace ni hará nada para favorecer un cambio hacia una mayor y mejor diversificación. Suerte que no han llegado a ministros (aunque lamentablemente alguno sí lo hizo).
Y claro, como ha sido uno de los sectores más afectados en esta crisis, en lugar de ayudarlo vamos a renegar de él. Pronto olvidan algunos que fue uno de los motores para capear la anterior crisis, y la verdad es que sería absurdo no aprovechar las bondades de nuestro país, no solo en términos climatológicos, sino también históricos, culturales y gastronómicos, que convierten a España en un destino único y muy deseado a nivel mundial.
Países con mucha menos tradición y atractivo turísticos miman muchísimo más este sector que además trae consigo infinidad de beneficios colaterales
Países con mucha menos tradición y atractivo turísticos miman muchísimo más este sector que además trae consigo infinidad de beneficios colaterales. Pero aquí preferimos quejarnos y meter a esos 84 millones de turistas internacionales que nos visitaron en 2019 en el mismo saco, como si España no fuese también un codiciado destino de congresos, escapadas urbanas, visitas culturales, enoturismo…
Claro que hay mucho turismo de sol y playa −quizá tenga algo que ver que tenemos mucho sol y magníficas playas−, lo absurdo sería no tenerlo. Y por supuesto que hay cosas mejorables, habrá que intentar atraer nuevos perfiles de turistas para renovarse y maximizar el gasto en destino, pero al final todos son válidos, y en España podemos satisfacer con nota a todos ellos. No creo por tanto que demonizar el turismo sea ninguna solución, como tampoco lo sería llenar el país solo de científicos o de industria −que tampoco parece estar pasando por su mejor momento−. Como casi siempre, lo ideal sería que haya de todo, y de cada cosa ojalá lo mejor.
Decíamos al inicio de la pandemia que volveríamos mejores y más fuertes en un extraño ejercicio de optimismo generalizado, quizá provocado por el nerviosismo lógico ante la incertidumbre de lo que se nos venía encima. Eso nos hacía sentir más optimistas, encontrando al menos algún sentido a lo que nos estaba tocando vivir, como si fuéramos a sacar alguna lección de vida. Lo de más fuertes no me cabe ninguna duda que se ha cumplido, pues la inmensa mayoría estamos más gordos que hace cuatro meses. Pero lo de mejores… al final todo sigue igual: el que era bueno ahora lo sigue siendo, el malo ha sacado lo peor de sí mismo, el egoísta ahora lo es más… No han cambiado los valores y prioridades, simplemente se han acentuado.
Además, el confinamiento ha traído consigo determinados comportamientos y patologías que antes eran inexistentes o muy excepcionales, como el tan comentado síndrome de la cabaña o miedo a salir a la calle; también ha desarrollado en los más aprensivos la misofobia o miedo patológico a la suciedad y los gérmenes. También el estado de alarma ha llevado a récord histórico el consumo de televisión durante estos meses de inmovilidad, lo que ha podido provocar esa especie de atontamiento general que se respira en estos días −y que ha llevado a algunos en medio de la ola de protestas raciales que vive Estados Unidos tras el asesinato de George Floyd a hacer una pintada en una estatua de Cervantes, ya me dirán qué culpa tendrá el pobre hombre−.
Efectivamente, hay gente que en estas semanas de recogimiento se ha vuelto tan adicta a la televisión, sobre todo a las series, que es absolutamente incapaz de discernir la ficción de la realidad e incluso se comunican como sus personajes favoritos. Y no me refiero al clásico ochentero de levantar el dedo índice diciendo “mi caaaasaaaaaa”, que hasta pudo llegar a tener gracia las 2.000 primeras veces, sino a algo más preocupante, indicador de personalidades absolutamente influenciables que no quieren enfrentar los hechos, la cruda realidad. No sé, es como un déjà vu, como un error en la matriz. Quizá esté todo conectado. Porque el principio es el final y el final es el principio.
Vaya, algo me dice que debería irme de Winden.
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Más fuertes sin duda… Y llenos de incertidumbre. Lo del síndrome de cabaña me pegó total pero una vez superado a la calle a buscarse el PAN. Un abrazo. Angela Valido. Terapeuta. Mucha suerte para todos!