Ha sido este último mes muy intenso (no ha dejado de serlo ninguno desde que empezó la pandemia) y especialmente prolijo en acontecimientos y situaciones relevantes: las diferentes vicisitudes con las vacunas y el ritmo de vacunación; el susto en el cuerpo por lo que está pasando en la India (que tanto recuerda a los comienzos allá en enero de 2020 del coronavirus en China y que esperemos no evolucione de igual manera); el semáforo ámbar de los ingleses que se veía venir por todos menos por Torres; el alarmante estado en que nos ha dejado el fin del estado de alarma; y, por supuestísimo, las elecciones a la Comunidad de Madrid con sus cartas amenazantes, desplantes radiofónicos, vaivenes estratégicos y el muy estudiado, comentado y tan elogiado como criticado ‘efecto Ayuso’.
No me voy a meter en el berenjenal de dar mi opinión sobre tan pintoresca candidata, la política es un campo que levanta demasiadas (para mi gusto) pasiones y, al fin y al cabo, si ya es de por sí difícil hacer cambiar de opinión a nadie con respecto a ningún tema (sobre todo si es español), en temas políticos es directamente misión imposible. Pero bueno, ya somos todos mayorcitos para que nos estén diciendo qué pensar o a quién votar (salvo en el Facebook, ahí sí se puede), y por eso precisamente sí me ha llamado la atención y decepcionado profundamente la reacción de la inmensa mayoría de políticos criticando e incluso insultando no a los ganadores (que, aunque poco deportivo, siempre ha ocurrido), sino a sus votantes. E insisto que no es una cuestión de color político y no pretendo con ello posicionarme de ninguna manera, me parece mal venga de quien venga, pero es bastante impactante verlos tachar a los votantes de determinado partido poco más o menos que de analfabetos y de “no ser precisamente Einstein” (tampoco demuestra serlo quien tiene el poco tino de decir semejante barbaridad), habiendo visto a los mismos jactarse unos días antes de su talante democrático, su inmensa tolerancia y su profundo respeto a la diversidad.
Cada vez es más infrecuente la elegancia del saber perder, del “hemos venido a jugar” (recuerdos egeberos me asaltan) y en lugar de asumir errores para mejorar y ojalá ganar en la siguiente, resulta mucho más tentador echar la culpa a los demás, ya sea porque los votantes no están a la altura de su inteligente discurso o porque los adversarios son populistas y simplones (como si no lo hubieran sido absolutamente todos en algún momento de esta campaña). Entre tanto desvarío y vergüenza ajena destacó de manera muy positiva la sensatez y coherencia de Errejón en sus declaraciones a propósito de la victoria de Díaz Ayuso, lo que demuestra que lo cortés no quita lo valiente y que no todo está perdido.
El nivel de la política actual es realmente deprimente, como lo es que tengamos tan asumido y normalizado que se hable de estrategia electoral en cada campaña, cuando la única estrategia en una verdadera democracia que, como tal, tendría que ser profundamente idealista, debería consistir en que cada partido o candidato explicara sus principios y valores y los aplicara en un programa hecho con intención y capacidad de cumplirlo, tratando de convencer al mayor número posible de ciudadanos (incluyendo ahí como no podía ser de otra manera también a ciudadanas y ciudadanes) para conseguir su confianza, porque de verdad creen que esa es la mejor propuesta y la más indicada para lograr el bien común. Pero va a ser que no. No se gasta tiempo en pensar propuestas porque requiere mucho menos esfuerzo criticar lo que hace el otro, convencer a la gente de que los demás son (aún) peores e ir modificando sin ninguna vergüenza el discurso y las creencias (si es que realmente las tienen) en función de lo que vaya haciendo el enemigo o digan las encuestas.
Algunos (no todos los que debían) asumieron responsabilidades en la derrota política en mayor o menor medida, dando un paso a un lado e incluso dejando por completo (ya veremos) la vida política. Ahora Pablo Iglesias se ha cortado la coleta, entiendo que con un sentido alegórico a su retirada de la política activa. Esperemos (por su bien) que la referencia taurina que dio origen a esa expresión quede ahí y no le vayan a conceder a la Ayuso las dos orejas y el rabo.
La política, lamentablemente, no da para mucho más. Y para colmo se me terminó la última excusa, el último resquicio al que aferrarme para negar el ya inexorable paso de la juventud a la ‘viejud’. Como si este último año no hubiera bastado con la ciática, el lumbago, los kilos de más y una leve paranoia (sí, leve, qué pasa, por qué me miran así, ¿¿eh??), ahora encima ya entré en edad de vacunación (por poquito, que conste). Así, de repente, me entero del nuevo tramo de edad este miércoles y ya esta tarde me vacunan. Pero no me malinterpreten, aunque me haga sentir viejo me encanta la idea, porque además de la seguridad personal y del entorno próximo que proporciona, al fin y al cabo es la contribución que podemos hacer todos y cada uno de nosotros para acercarnos al ansiado semáforo verde, y no sólo al de los británicos, sino al del retorno de nuestras vidas a la normalidad. A la de antes. A la de siempre.
Ahora me lloverán otra vez cientos de comentarios de bots y trolls negacionistas y antivacunas, pero así parecerá que mis post en este blog los lee un montón de gente…
elecciones autonómicas en Madrid, estado de alarma, semáforo verde británico, vacunación contra la COVID-19
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