Aunque sea lunes tenemos motivo para ser optimistas, ya que si me está leyendo en este momento es porque ambos hemos sobrevivido a la caída descontrolada del cohete chino. Y nos quejábamos de los que tiran la colilla por la ventanilla del coche…
No parece muy justo que una gran potencia como China se desentienda de dónde van a ir a parar sus cohetitos cuando ya han cumplido su misión por una mera cuestión económica, sin importarle si cae en el jardín de una linda casita unifamiliar en una zona residencial de una pequeña ciudad de Wisconsin o en la piscina llena de felices bañistas de un espectacular hotel de Tenerife.
Tampoco lo es que quien comete un delito no pague por él, lo que ha estado a punto de pasar en el llamativo caso de un asesinato que se ha logrado aclarar –o más bien probar, pues en realidad ya se sospechaba– gracias a una casualidad que reactivó la investigación 19 años después de cometido y que pudo finalmente resolverse solo unos meses antes de que prescribiera el delito. También ha copado los medios el juicio por el accidente del tren Alvia en Santiago de Compostela hace casi diez años, que dejó un trágico saldo de 80 muertos, 145 heridos y una huella imposible de borrar en la mente de todos los supervivientes, testigos y familiares.
Resulta espeluznante que una persona capaz no solo de asesinar, sino también de descuartizar a quien fuera su pareja hasta ese fatídico momento, realmente estuviera a punto de irse de rositas. Los entendidos defienden la necesidad de la prescripción de determinados delitos fundamentándola en el principio de seguridad jurídica y en la afectación del paso del tiempo en el adecuado desarrollo de cualquier juicio, así como en la función de la pena (que es básicamente la reparación del daño causado al orden social y la prevención de la comisión de un nuevo delito por reincidencia del condenado). Puedo llegar a entender estos argumentos en el caso de delitos menores que efectivamente pueden ir resultando cada vez más difíciles de probar y que tampoco suponen un riesgo enorme para la sociedad, además de que en caso de no prescribir absolutamente ningún delito este mundo sería un Sálvame crónico de dimes y diretes reales y ficticios que colapsaría –aún más– a la justicia.
Sin embargo, no puedo en absoluto comprender que un asesinato pueda quedar impune por el simple hecho de descubrirse este o su autoría pasado un determinado plazo de tiempo, sea el que sea. Si por el paso de los años no es posible encontrar pruebas inculpatorias definitivas entonces será una consecuencia lógica que no pueda declararse la culpabilidad del sospechoso, pero por lo menos se habrá intentando esclarecer lo que sucedió. Y si bien se habla de la ley cósmica del karma por la que todo lo que haces crea una energía que vuelve a ti, y por tanto se acaba pagando todo lo que se hace –vamos, la versión budista e hinduista del más autóctono “se recoge lo que se siembra”–, es mejor no tentar a la suerte y darle un empujoncito al karma en cuestión con nuestra más terrenal justicia.
Es de hecho muy curioso que se estime como un motivo para defender la prescripción, probablemente de una manera acertada, que cuanto más tiempo pase menos posibilidad hay de brindar un juicio justo y con las debidas garantías, y sin embargo el proceso por el accidente ferroviario más grave de la democracia española se ha demorado nueve años en comenzar. Efectivamente, ya hay víctimas y acusados que han fallecido en este lapso de tiempo para los que ya no habrá justicia.
Un gran pensador cordobés –y no me refiero a Manuel Díaz, sino a Séneca– decía que nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía. Efectivamente, para impartir justicia no solo hay que hacer valer a cada quien sus derechos, sino además hacerlo a tiempo.
En ocasiones la gente carga contra los jueces por soltar rápidamente a delincuentes que ya tienen un largo historial, aunque quizá de delitos considerados menores, o dejar en libertad a alguien a la espera de juicio –como la secuestradora del bebé del hospital de Basurto de Bilbao–, o imponer a alguien una pena considerada muy baja en proporción al crimen o delito cometido. Sin embargo, y aun siendo cierto que más peligroso que un delincuente es un mal juez, los magistrados normalmente lo único que hacen es aplicar la ley, que es de lo que se trata. Por tanto, en esos casos tan mediáticos en que la sociedad reprocha la decisión de un juez, en realidad lo que deberíamos criticar es la legislación que le ha obligado a tomar esa decisión y exigir su modificación. Como decía Montesquieu, una cosa no es justa por el hecho de ser ley, sino que debe ser ley porque es justa.
Se dice que la justicia es ciega y por ello se representa como una mujer con los ojos tapados que porta en la mano una balanza. En la otra mano lleva una espada que tiene pinta de pesar lo suyo, por lo que me permito sugerir que se sustituya por un bastón –los hay muy bonitos y elegantes–, a ver si así conseguimos que aligere un poquito el paso.
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