A raíz del accidente sufrido por el submarino experimental Titán se ha hablado mucho últimamente del turismo extremo, que en realidad es una variante dentro del de lujo, pues el susodicho extremo no está ni mucho menos al alcance de cualquier bolsillo.
Ya existía el turismo de aventura, en el que se realizan actividades recreativas y/o deportivas que suponen un desafío y conllevan una emoción extrema, donde el riesgo está relativamente controlado (aunque no existe el riesgo cero). Aquí podemos incluir las actividades asociadas al alpinismo, rafting, barranquismo o buceo, incluso los ya no tan originales safaris, viajes en entornos salvajes o incluso en cierto grado hostiles, pero lo suficientemente preparados como para que la posibilidad de un percance sea bastante baja. Aunque en algunos casos son viajes no necesariamente baratos, hay opciones para todos los bolsillos −encareciéndose más por la lejanía o exotismo del destino que por la actividad en sí− y lo que más cuenta son las ganas. En el fondo es como cuando nos montamos en una montaña rusa para sentir emociones fuertes, aunque en el turismo de aventura no hay un control total sobre lo que puede pasar.
El turismo de riesgo sube unos cuantos peldaños el nivel de peligrosidad y de depravación mental, y también supone normalmente (aunque no siempre) una mayor capacidad económica del turista en cuestión. Aquí incluiríamos a la gente que visita países en guerra, con graves conflictos sociales o políticos, o con una gran amenaza terrorista, también lugares que están viviendo un desastre natural o siguen sufriendo las consecuencias de algún accidente (como Chernobyl). En estos casos hay también claramente mucho de morbo, aunque normalmente se asocia más a éste las visitas a lugares donde hubo alguna masacre o pillaron a alguien in-fraganti haciendo algo sucio (literal o figuradamente).
El turismo extremo supone llevar el de riesgo a nivel pro. Se trata de experiencias reservadas a sólo unos pocos mortales −en el sentido estricto de la palabra, como tristemente se ha podido comprobar en el caso del Titán−, tanto por el astronómico precio que hay que pagar por ellas como por el valor −o quizá inconsciencia− que implican. En ellas cuenta mucho ser el primero o al menos de los pocos que lo han hecho. Aquí encaja claramente la experiencia de sumergirse para visitar los restos del Titanic o el turismo espacial, que el multimillonario Richard Branson espera estrenar comercialmente antes de fin de este mes −esperamos que vaya mucho mejor que la variante submarina−.
Mucha gente está cuestionando la moralidad de este tipo de turismo, pues con lo que se pagó por el fatídico viaje se podrían hacer infinidad de cosas para gente necesitada. Yo particularmente creo que cada uno puede gastar su dinero en lo que le salga de la punta de la planta crucífera de tallo alto, pues de hecho eso hacemos también el resto, y según esa teoría todos deberíamos sacrificar el viaje a Fuerteventura o a Benidorm −poco sospechoso de ser destino de riesgo, sobre todo desde que se jubilaron María Jesús y su acordeón−, pues toda cantidad de dinero es poca si de una buena causa se trata. Sí creo que, independientemente de que estemos dispuestos a asumir un riesgo, las empresas que ofrecen estas experiencias deben tomar todas las medidas que estén en su mano para que éste sea lo menor posible, algo a lo que el dueño de Ocean Gate parece que no dio el debido valor.
Otra cuestión es el dinero que se ha invertido en la búsqueda de los inicialmente desaparecidos y ya virtualmente hallados pasajeros, pues efectivamente el doblemente titánico esfuerzo realizado en el caso del submarino ha sido muy superior al del barco hundido frente a las costas de Grecia con más de 700 migrantes, dependiendo del origen público o privado de estos recursos me parecerá mejor o peor, aunque en todo caso cuestionable. Muy diferente ha sido también la cobertura mediática de una y otra tragedia, lo que demuestra el diferente valor que nuestra sociedad da a la vida humana dependiendo de clase u origen y que en realidad resulta mucho más espeluznante que la cuestión económica.
No tengo por tanto nada en contra del turismo de riesgo mientras los riesgos sean verdaderamente conocidos y asumidos voluntariamente. Como yo al programar mis vacaciones para la segunda quincena de julio, que con mis antecedentes es más que posible que me toque formar parte de mesa electoral. Pero es que con mi presupuesto lo más parecido a turismo de riesgo que puedo asumir es el submarino amarillo admirando pececillos y alguna morena −de las acuáticas, mucho menos peligrosas−.
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