Estando el otro día en la puerta de embarque en el aeropuerto y habiéndose hecho la típica fila medio silenciosa de viajeros previa al anuncio del vuelo –en este aeropuerto sí lo hacían–, de repente un chico que estaba detrás de mí me suelta “pero tío, de verdad, es que los tienes bien cuadrados”. Me quedé estupefacto, pues no había reconocido a nadie en la fila que me pudiera hablar con tal confianza, mucho menos que pudiera conocer la forma de mis interioridades. Cuando me giré estaba el muchacho mirando hacia un lado y continuó: “Pero bueno, tío, lo hablamos ahora que llegue, nos vemos en un rato. Chaooooo”. Y siguió todo feliz consultando algo en su móvil.
Posteriormente, esperando mi maleta en la cinta del equipaje, un caballero de aspecto adusto que estaba a mi lado empezó repentinamente a hablar muy fuerte quejándose de que no había derecho a eso y que no lo iba a tolerar. Me pegó un susto morrocotudo porque creí que quizá había hecho yo algo mal y me estaba increpando, pero no, estaba contestando por móvil a través de sus airpods –o como cónchale se llamen– a un amigo (o vaya usted a saber lo que era).
Ya en destino me estaba yo tomando una cervecita en un bar y una señora –o señorita– de mediana edad y de muy buen ver con un inglés medio agringado y con pinta de emprendedora que se ha montado una start up le explicaba a su invisible interlocutor y con todo lujo de detalles las ventas de los últimos meses, además de un adelanto del próximo proyecto, aunque le pedía discreción pues era top secret y debían evitar filtraciones –que digo yo que menos mal….–.
Al día siguiente, en el desayuno del hotel había un joven también muy conectado él, gracias a lo cual pudimos saber que él pensaba que eso era un gran paso para la empresa, y que por ello sería necesario tomar en consideración la posición de los demás –que después de media hora escuchándolo, lo mínimo hubiera sido que me preguntara la mía–.
Yendo en tranvía al lugar de la reunión había un muchacho hablando a solas con la mirada puesta en el infinito. Por la calle vi también un pequeño desfile de habladores al aire, la mayoría con expresión totalmente neutra, como a quien ni le va ni le viene. Haciendo el check out en el hotel me acerqué a una sonriente recepcionista mientras entregaba las llaves; ella me miró diciendo que no tenían parking pero que podía utilizar un estacionamiento público muy cerca, me decía que no había de qué y se despedía de mí hasta dentro de unos días. Acto seguido hizo un reseteo de sonrisa, me dio los buenos días y me preguntó el número de habitación. Esperando el vuelo de vuelta había una señora haciendo una videollamada con una tal Sofi, mostrándole a través del móvil la sala de embarque al completo –los presentes casi nos pusimos a saludar agitando la mano como acto reflejo– y luego ya pudimos disfrutar de las últimas andanzas del pequeño Adriel y conocer por fin al novio de la Sofi, que coincide que estaba por ahí, mira tú qué suerte tuvimos. Parecía muy buen chico, la verdad.
En el avión, ya aterrizados, un chaval que estaba sentado a mi lado puso un audio que le acababa de entrar de su novia avisándole de que no se molestara en llamarla cuando llegara, que habían terminado y que no quería saber nada de él. Ah, y para remate, que se iba con el Gonza. Casi le doy un abrazo.
Con estas últimas tecnologías hemos perdido gran parte de nuestra intimidad. Aunque los españoles somos conocidos por hablar fuerte, precisamente al ser algo cultural y por tanto extendido, cuando estamos en un bar o restaurante la superposición de la voces provoca un tumulto que hace que se oiga todo pero no se escuche nada, con lo cual realmente nadie se entera de las conversaciones ajenas –y si me apuras casi ni de las propias–. Pero en este otro tipo de conversaciones –monólogos para el oyente– nos enteramos de todo. De demasiado.
Normalmente entendemos el derecho a la intimidad como algo propio que se debe preservar de las miradas y la curiosidad ajenas, pero con estas nuevas tecnologías se da el caso contrario, que el que expone su intimidad –el hablante– lo hace deliberadamente, mientras que el oyente pasivo se ve forzado a escuchar, aunque no quiera, algo que no le interesa y que incluso puede llegar a ser violento o incómodo.
Todas estas modernidades están muy bien y está claro que facilitan mucho la vida, pero quizá deberíamos analizar cuando contestamos una llamada, hacemos una videollamada o ponemos un audio qué pasaría si todo el mundo allí presente decidiera hacer lo mismo. Si con el tabaco tenemos tan claro que no tenemos por qué fumar de manera pasiva el humo de los demás, tampoco deberíamos estar obligados a escuchar la vida y obra de gente que ni conocemos.
No voy a decir que utilizar estos artilugios sea una falta de respeto, ni voy a negar su utilidad y comodidad, pero oye, casi que podías pasar cuando salgas de clase y si puedo te llevo ya, porque tengo mucho que hacer y no quiero que se nos haga muy tarde… Ay, perdón, que me llamaba mi hijo. Pues eso, que lo importante es que su uso nos permita interactuar de manera sana y sin afectar a nuestra comunicación con los demás, respetando el espacio vital de todos.
derecho a la intimidad, videollamadas
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