Hay que ver la que se ha montado con motivo de la alopécica broma de Chris, el consiguiente careto de Jada y el subsiguiente sopapo de Will. Mucha gente ha encontrado lógica e incluso heroica la reacción del Sr. Smith y culpa por completo al Sr. Rock por su chiste de mal gusto; otros encuentran que la violencia nunca debe ser la respuesta independientemente de la magnitud del oprobio. Son muchos los que se han solidarizado con los Smith ante el insulto y la reaccionaria castaña y encuentran que el cómico se merecía no una, sino dos o tres del mismo o mayor calibre. Tras la resaca de su mejor y peor noche, ya consciente de que su innata –o quizá no tanto– simpatía no iba a ser suficiente para sacarle del atolladero en que se había metido, Will decidió disculparse y auto-expulsarse de la Academia. Ahora esta lo ha condenado a no poder participar en ninguna de las galas ni eventos durante los próximos 10 años. Hala pues.
Pero no vayan a pensar que es mi intención disertar sobre si me parece bien lo uno, lo otro, ambos o ninguno; si Will es un chulo, un héroe o un calzonazos; si la poliamorosa Jada necesita que la defiendan o más bien habría que cuidarse de ella; si Chris Rock no tiene gracia alguna o, de tenerla, cuál sería su ubicación corporal más probable… Pues no, ya se ha hablado suficiente –y se seguirá haciendo– y en realidad no es un tema que me interese demasiado. Pero este suceso ha sacado a relucir –nunca mejor dicho– una profunda injusticia histórica y social, el olvido de un sector de la población largamente denostado, la mofa hacia un grupo de personas por las que nadie da la cara y a los que se toma literalmente el pelo… Y esos somos los calvos, así, sin lenguaje inclusivo: los calvos del género masculino.
Porque un cómico conocido por ser un faltón y al que han invitado a presentar uno de los premios en la gala de los Oscar precisamente por ello, haciendo honor a su prestigio, decide burlarse de Jada Pinkett y su estilosa cabeza rapada –ya nos gustaría a muchos tener la mitad de su glamour luciéndola– y las redes sociales arden indignadas y defienden a capa y espada el sorprendente –por sorpresivo, pero también por escueto– bofetón. Pero cuando a mí en un día de viento me sueltan el chiste de “cuidado no te despeines” o en una charla sobre peinados sale a colación lo elaborado del mío, no veo que nadie se levante y se marque un willsmith para defenderme (quizá sea cosa del poliamor…)
Porque está mal visto reírse de los males y defectos ajenos, también del físico de la gente, pero por algún extraño motivo está socialmente aceptado –y a nivel mundial, excepto en el Tíbet– hacerlo de los calvos, ignorando nuestros más elementales derechos. Porque no solo se espera que no nos enfademos, sino que muy al contrario, debemos reírnos como si fuera la primera vez que lo oímos con pena de ser considerados unos rancios de cuidado.
Ya sé lo que están pensando, que la ocasión la pintan calva –se creerán muy graciosos… – y que es el momento de comenzar una campaña de concienciación al estilo de la del señor que exigía atención personalizada en las sucursales bancarias para los mayores. Pues en vista de su éxito, he decidido empezar la mía propia: “Soy calvorota, no idiota”. Si quieren firmar, pueden hacerlo aquí.
No pretendo con ello que dejen de hacernos objeto de sus chistes y burlas, si total ya estamos acostumbrados, ni hablar del peluquín –vaya con la guasa que se traen algunos, ¿eh?–. Más bien lo que busco es desterrar algunos tópicos, como el de que los calvos somos todos iguales –por favor, dejen de confundirme con otros, fíjense en el resto de mis facciones, de verdad que las tengo y también vida propia– o que necesariamente lo tenemos súper asumido –como con todo, unos lo llevamos mejor que otros, e incluso puede ir a temporadas–. Yo, la verdad, es que empecé a perder el pelo bastante joven, por eso he tenido mucho tiempo para procesarlo y no me supone mayor problema, lo que no quita para que esté hasta las narices de los pesados de mis hijos y mi sobrino, que no paran de reírse de mí, caramba… A pesar del tiempo transcurrido tengo todavía actos reflejos de mis tiempos melenudos, como cuando después de un baño me acaricio la cocorota como peinándome al más puro estilo Bo Derek saliendo del mar, o cuando en la ducha me pongo champú –también me lo robo de los hoteles–.
Tampoco estaría mal que la gente se esfuerce un poco más y renueve los chistes, quizá así por lo menos nos sorprendan con algo que nos haga reír de verdad. Pero, sinceramente, no creo que consiga nada. Seguirán riéndose de nosotros. Seguiremos riéndonos resignados de los chistes malos. Seguirán confundiéndome con otros señores calvos con gafas –la verdad es que lo tengo todo, oye, menos mal que por lo menos tengo bonito color de piel… ah no, que soy blanco lechoso… ainsssss–. No pido que dejen de hacerlo, pero que no vayan tan a saco. Que se controlen un poco, que de vez en cuando se la tomen también con otros colectivos, que eviten el chiste fácil, yo qué sé… Ni tanto ni tan calvo.
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